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jueves, 24 de marzo de 2011

Delirios de chocolate


La semana pasada vino María y me regaló una cajita con cinco bombones exquisitos, supremos, de la más alta calidad, un lujo al alcance de todo el que se pueda acercar a un supermercado y lleve un euro consigo.
Pero estos eran especiales.
Como siempre, me tomo primero el más dulce. Error, quizá debería guardarme los más dulces para el final y así quedarme con un buen sabor de boca...

El primero me lo tomé el lunes, todavía viene su sabor a mi mente cuando pienso en él. CHOCOLATÍSSIMO PURO ALMENDRA. Mi preferido antes de tomarlo. ¿Por qué "chocolatíssimo"? Nunca traté de saber quién elige los nombres que llevarán los bombones y que los marcará de por vida... Era un lunes por la noche, después de cenar. Viendo la televisión decidí saborear el chocolatíssimo puro almendra. Buenísimo...
Me desperté a las cinco de la madrugada, y estuve un par de horas pensando en lo que me había ocurrido. No sabría, hoy en día, explicarlo con palabras. Pero algo en mí había cambiado, me sentía diferente. Oí el despertador, un volúmen más bajito del usual, un nuevo día comenzaba, tratando de descifrar qué me había ocurrido se me pasó la madrugada y salió el sol. No sé hasta cuándo saldrá el sol, el caso es que ese martes, salió puntual como de costumbre, me vestí y fui a clase. Fueron unas horas desconcertantes: me sentía aturdido, embobado, ausente. No escuchaba nada, distraído, no sabía porqué. Luego lo descubrí, algo debía haberme producido una sordera parcial. Oía la voz del profesor lejana, más de lo normal. Me sentí prohibido de este sentido, era extraño caminar por la calle sin oír de fondo el tráfico. Ya se me pasará, pensé.

El segundo bombón me lo tomé ese mismo día, después de comer. CRÈME. Qué nombre, yo quiero un bombón de chocolate con leche normal y corriente. Lo saboreo, lo vuelvo a saborear. Pero su aroma tarda en desaparecer de mis labios lo que tarda en desaparecer la ceniza en el aire. Apenas me acuerdo de cómo sabía, pero sin duda fue el mejor: un sabor suave, esponjoso, que te traslada al más grande paraíso terrenal que pueda existir.
Sin embargo, no sé cómo, sentí un punzón clavarse en mi pecho.
A las horas desperté en un hospital. Apenas oía a los médicos decir que no se explicaban qué había podido ser. No mostraba signos de nada en concreto. Yo, desde la cama, pensaba que nadie muere por un bombón, al menos si es de crema. Me preocupé todavía más al notar que me tocaban y no sentía nada. Alcancé a decir que no sentía las piernas, pero esa sensación recorrió todo mi cuerpo. Desde los pies a la cabeza. Me tocaban un pie, no sentía nada, la rodilla, el estómago, mis manos, mi nariz... Nada.
A los pocos minutos trajeron agujas para comprobar mi sensibilidad y todavía sentía algo. Me alivié. Como era de esperar los médicos no sabían qué me pasaba. Lo cierto es que yo tampoco.

A la vuelta a casa pensé sobre lo que me estaba ocurriendo. ¿Podían unos inocentes bombones de chocolate producir sordera y falta de sensibilidad? ¿O eran signos de alguna enfermedad degenerativa? El caso es que no sabía qué me estaba ocurriendo. Por el momento dejé que pasaran los días, a ver si mejoraba o empeoraba.

Seguía igual, pero al tercer día decidí tomar el tercer bombón. CAFÉ TOFFEE. Algo menos dulce para mi gusto, pero igualmente me proporcionó esa sensación solo comparable con un orgasmo que te da el chocolate.
Esa tarde el parque estaba repleto de gente. Espléndidos lucían los árboles ese color a primavera. No sé si fue el sol después de días de lluvia o los efectos del tercer bombón, pero me deslumbró una luz cegadora. Brillante cual estrella fugaz a cinco centímetros de mi rostro. Una potente luz inundó mis pupilas y erosionó mi visión. No veía nada. Me costó más de una hora llegar a casa, comprendí lo difícil que era orientarse sin la vista. El ser humano necesita la vista para todo, y más la necesita en un enredado laberinto de coches y gentes. Decidí descansar.

Ese fin de semana me fui al pueblo, al lado de la costa, mi casa de campo mostraba un aspecto trasnochado. El invierno había sido duro, pero ahí estaba yo dispuesto a arreglar las puertas y ventanas, a darle una manita de pintura, cuidar el campo, las flores, limpiar la casa... Con apenas oído me dolía no escuchar el suave rumor del mar. Con apenas tacto, no sentía cuándo me pinchaba con la espina de un rosal. Con apenas vista, era difícil todo.

Una vez emprendida la búsqueda de lo que me ocurría, no podía dejar en la ciudad mi cajita de bombones. Desde el primer día me acompañó a donde fuera. Esa tarde me la llevé al campo de paseo.

El cuarto bombón me lo tomé rodeado de flores silvestres que desprendían mil olores diferentes. Se llamaba NEGRO 70% NARANJA. No voy a negar que fuera de los peores. No me gustó, nunca me ha gustado mezclar el chocolate con la fruta. Hay cosas que no se pueden unir en esta vida, están concebidas para ser disfrutadas por separado. El caso es que tras la amarga ingesta del bombón que quería ser naranja, me mareé y decidí echarme sobre la hierba, con cuidado de no maltratar a ninguna flor con mi caída al suelo, me tumbé largo mirando al cielo. No sé si cerré los ojos o no, pero vi muchos cielos de muchos colores pasar ante mis ojos. Demasiados para mi gusto, eso no ayudaba con la sensación de mareo que no me abandonaba. De repente, sin yo pedirlo, millones de olores vinieron hacia mi nariz. Creo que recordé todos los olores que había olido desde que tengo uso de razón. Todos juntos formaban uno compacto que me irritaba cual mosca en verano. Tampoco esto contribuía a mi mejora. Tras vomitar sentí un vacío y recapacité. Hacía unos cinco minutos podía oler todas y cada una de las flores que me rodeaban en ese idílico atardecer. Ahora a duras penas olía la que tenía en mi mano.

Moribundo llegué a la casa de campo. Me senté en el porche y decidí acabar con toda esta historia. Harto de escribir lo que me sucedía en esto que tú lector estás leyendo, saqué la cajita de bombones de mi bolsillo.

El último bombón se llamaba NEGRO 70% TRUFA. Estos dos últimos bombones son los que mayor porcentaje de chocolate llevaban, los más amargos, los más sanos también.
Sabía que el bombón que se creía trufa marcaría mi destino. O acababa con mi vida o mejoraba lo que ellos mismos, con su sabor, habían hecho en mi cuerpo.
Ya solo disfrutaba del gusto, qué irónico, el único sentido que conservaba por aquel entonces intacto. En mi interior sabía que eran los bombones. Ellos mismos me habían apagado los otros cuatro sentidos para que disfrutase más de ellos, de su chocolate. Era una estrategia, comiendo este último bombón caí en ello. Su efecto era paralizar mis otros sentidos para que me centrara en el gusto. En ellos. Fascinante cómo los bombones pueden manejar tu vida. Los vi egoístas, solo me querían para ellos. Para embelesarme con su sabor.
Espera, tú, lector, ¿todavía no sabes lo que ocurriría al tomarme el quinto y último bombón? Yo lo descubrí entonces. Fue entonces y allí, moribundo como me hallaba sin más sentido que el gusto cuando lo comprendí. Ese bombón me acabaría de arruinar. Todos los demás habían estado conspirando para cegarme, ensordecerme, privarme del tacto, y del olfato, en definitiva, para que degustara el último bombón que me llevaría a la boca.

Me lo comí sabiendo lo que ocurriría. No sabía qué ocurriría exactamente pero sabía los efectos, la pérdida del gusto. Y no vale la pena, créeme, que te cuente lo que ocurrió, porque prefiero que te quedes con el dulce sabor del chocolate en tu memoria.

Esa cajita me destrozó. Dejó que eligiera un bombón, el que más me gustara, para guardarlo para el final. Yo lo que hice fue empezar por mi preferido, y guardar los peores para luego. E hice mal. Ahora lo pienso y me gustaría que el último bombón que me llevara a la boca fuera uno que me gustara más que el que me tomé. Pero ahora no puedo hacer nada. Soy un no-ser errante. Vivo en el aire y en cada bombón que una persona muerde. Me fundí con el chocolate, qué muerte más dulce. Muerte por sobredosis de chocolate. Delicioso.

Y sé que cuando el que lea estas líneas vea la cajita de cinco bombones en el supermercado se acordará de mi alma. Y que se pensará dos veces comenzar la odisea que supone comerse los bombones. Sabiendo el resultado, unos lo querrán probar y otros se asustarán. Tú elijes si los tomas o no.